jueves, 31 de marzo de 2016

Corea del Norte: la burbuja por dentro.

Hay que desprenderse de telarañas ideológicas y hacer tabla rasa de cuanto se haya conocido antes, porque todo prejuicio se queda corto frente a la realidad que se vive en Corea del Norte. Lo que sigue es el relato de un viaje inusual, a veces surrealista, a veces escalofriante, para intentar entender cómo se vive en el país más cerrado del mundo.

Pablo Sigismondi  

"Señores pasajeros, a partir de este momento deben cerrarse herméticamente todas las ventanillas del avión. En minutos comenzaremos el descenso hacia el aeropuerto de Pyongyang. Se prohíbe cualquier tipo de fotografías", anunciaron por altoparlante en un inglés delicado y armónico.

Hacia afuera, el sol brillaba en el firmamento, pero en contados segundos la cabina del Ilyushin 62 ruso de Air Koryo quedó en penumbras. Uno de los viajes más difíciles de mi vida estaba por comenzar.

En estos tiempos de globalización y mediatización, Corea del Norte es el país del silencio; el que recibe menos influencia exterior. Después de más de medio siglo de absoluto aislamiento, todo esfuerzo por descubrir su interior choca contra el muro de la prohibición y propaganda. En ese territorio insondable, su pueblo sabe poco y nada de lo que sucede fronteras afuera.

Ni bien aterrizamos, la gigantografía del retrato de Kim Il Sung (dictador de Corea del Norte desde 1948; muerto en 1994 pero declarado "presidente eterno" del país) dio marco apropiado a las instrucciones precisas y contundentes de un joven llamado Dong, quien desde ese momento se convirtió en nuestro guía: "Una vez completado los requisitos migratorios, entregarán pasaporte, teléfonos celulares, GPS, computadoras personales y cualquier publicación (libros, revistas o diarios) que lleven en sus equipajes", dijo Dong en aceptable inglés y con sumo respeto. Luego agregó: "Cuando abandonen el país les serán devueltos. Recuerden que no podrán hablar con ninguna persona en la calle ni salir del hotel bajo ningún concepto ni a ninguna hora". En la solapa de su traje azul llevaba una insignia y la foto Kim Il Sung.

Con Dong, el intercambio de información más allá de la versión oficial, las discusiones y los debates, quedaron fuera de lugar. El diálogo se limitó a escuchar el punto de vista que, a través de él, transmite el régimen. Jamás hubo posibilidades de acceder a otra versión. ...l no se separó ni un minuto del grupo. A su tarea, se sumaron después tres "guías" más.

Romper la barrera. Unos días antes, en Beijing, China, el gobierno había extendido la autorización y visa para apenas una semana de travesía, muy acotada.

Al fin, después de meses de viaje, me encontraba en el extremo norte de la península coreana, esa gran protuberancia de Eurasia que penetra entre el Mar Amarillo (al oeste) y el de Japón (al este); muy lejos de todo lo que me es familiar, en las antípodas de la Argentina, a más de 18 mil kilómetros de distancia.

En el aeropuerto me siento privilegiado. Soy uno de los escasos mil foráneos que anualmente pueden entrar a Corea del Norte; una burbuja herméticamente blindada y uno de los mayores retos geopolíticos del mundo.

Los trámites son precisos; un papel verde con foto reemplaza al pasaporte. La declaración jurada y la revisación tardan poco tiempo. Somos un grupo de apenas 16 extranjeros.

Desde el aeropuerto, la marcha hacia Pyongyang, la capital del país, es rápida.

Dong, micrófono en mano, da las primeras explicaciones: "tengan presente que el itinerario y el programa están prefijados y resultan inmodificables. No podremos detenernos sino en los lugares ya establecidos. No podrán tomar ninguna fotografía desde las ventanillas del vehículo, sino únicamente cuando paremos en un sitio y con mis instrucciones. Por favor, cumplan estas normas para que no sean decomisadas sus cámaras. Tampoco está permitido dibujar, escribir o tener acceso a Internet".

Jamás había vivido algo así, ni siquiera en Afganistán, cuando en 2002 los soldados estadounidenses velaron los rollos y tuve que conformarme con "fotografiar con la mirada y la escritura". De ahora en adelante, todos mis recuerdos quedan grabados sólo en el cerebro y en escasas notas que pueda tomar jeroglíficamente.

No me canso de recorrer con la vista toda aquella ciudad monumental, vacía. Sé que sin la interacción con la gente, estoy contemplando pequeños retazos de realidad. ¿Me ayudarán a vislumbrar lo que sucede realmente?

Limpio, brillante y vacío. Las avenidas anchas, limpias y en perfecto estado parecen brillar entre edificios gigantes. Este primer paisaje urbano, donde no existe publicidad ni letreros de ningún tipo, me recuerda a Cuba.

A medida que avanzamos hacia el centro de la ciudad, la desolación cede ante la presencia de largas filas de personas -todas mirando hacia el piso- esperando los escasos transportes públicos que circulan. Los que caminan, agitan tanto sus brazos, que parecen desfilar. Todos se visten igual.

Aquí la ciudad carece de sutileza. La grandiosa arquitectura soviética de edificios gigantescos, cuadrados y de concreto, sin comercios ni oficinas, parecen pertenecer a un planeta hostil; como el rostro terrorífico de un sistema político que es presentado comúnmente como "el último gobierno estalinista del planeta, basado en la práctica del culto de la personalidad". ¿Será así de simple o se tratará de un eslogan? ¿Se puede considerar a Corea del Norte como un sistema basado en la ideología comunista?

Cuando cae la noche, todo se vuelve oscuro.

Como la electricidad escasea, los edificios apenas están iluminados y las calles parecen túneles negros. En minutos no queda un alma en la calle; no hay autos ni en las avenidas principales. La poca circulación se detiene.

Desde el piso 37 del hotel Yankgado (situado en una isla en el curso del río Taedong, en medio de la nada) sí se pueden ver, en cambio, las imágenes muy bien iluminadas de Kim Il Sung y su hijo, Kim Jong Il (el actual líder del país), tan grandes que nadie podría dejar de verlas.

Encerrado allí, empiezo a gozar de buena comida y cordial trato, mientras mi autonomía de movimientos se restringe al vestíbulo del hotel y a algunas tiendas de souvenirs situadas en la planta baja.

Asir un trozo de arco iris. Una semana después de haber aterrizado en Pyongyang, nos despedimos de Dong en la estación y subimos al tren que nos llevará de vuelta a China.

El convoy verde militar va bordeando la carretera hasta la ciudad de Sinuiju, levantada sobre las márgenes del río Yalú, la frontera natural con China. El paisaje es llano, de color ocre. A lo lejos, desde las ventanillas, se distinguen casas de madera y gente que cosecha arroz o maíz de forma manual.

Cuando llega el control fronterizo suben los policías a devolver los documentos y equipos que habían sido retenidos una semana antes en el aeropuerto, al ingresar. Cuatro mujeres vestidas con uniforme comienzan a inspeccionar a los viajeros.

Uno a uno (no hay tiempos preestablecidos) toman los equipajes y los revisan con meticulosa precisión, hasta encontrar las cámaras fotográficas digitales. Cada foto será vista minuciosamente y, las que no sean celebraciones propagandísticas del régimen (ciertos enfoques y en determinadas direcciones de los lugares recorridos) serán eliminadas de la memoria de la cámara, lo mismo que aquellas que incluyan personas con uniforme o mapas. Más aún, como el itinerario se basa en una excursión y programa preestablecido, la picardía de utilizar dos o más tarjetas de memoria (una que contenga las fotos prohibidas y otra las no prohibidas) y ocultar fotos es inviable. Nada ha quedado librado al azar porque, además, al ingresar al país, hemos realizado una declaración jurada con nuestras pertenencias. Las inspectoras ahora cotejan esa declaración con el contenido final del viaje.


Miles de fotografías de la corta visita al país van a parar al basurero. Algunos se ponen nerviosos y hasta hay lágrimas. El efecto en las inspectoras es contraproducente, porque más fotos son destruidas, incluso chips completos.

Cuando llega mi turno, una de ellas me pregunta con tono severo:

-¿Cuáles son sus fotografías?

-Están en los rollos, es una cámara antigua, respondo sonriendo.

-¿Has sacado fotos sin cámara digital? ¿De dónde vienes?

-Soy de Argentina, no de Europa, y no uso cámara digital.

Asiente, repite y repite "Ar-guen-tin" y grita: "Ya entiendo, !muéstrame!"

Me relajo. La mujer ha captado que no vengo de un país "imperialista", que no soy blanco. Se le dibuja una sonrisa vacía. Extiendo mis rollos y mi Nikon F90 ante su vista. Ella murmulla en voz baja, como si buscara resolver qué hacer con mi antigua tecnología: confiscarme los rollos y/o velarlos o, permitirme llevarlos tal cual.


-Está bien- dice, mientras se dirige al siguiente camarote.

-Gracias- respondo y rápidamente guardo las películas.

¿Habrá sentido lástima por mi vieja cámara? No lo sé, pero he logrado atrapar en fotos un poco de la vida en Corea del Norte. Una compañera de viaje australiana me señaló entonces: "Has logrado asir un fragmento del arco iris en tu cámara".

Apenas una rendija. Corea del Norte me abrió una pequeña rendija de su tierra, y aunque jamás logré perforar el mutismo absoluto de sus pobladores, vuelvo cautivado por más y más preguntas. ¿Hasta cuándo se sostendrá esa sociedad iconográfica que copia lo peor de la pesadilla del Tercer Reich y, como él, su visión falaz de la humanidad? ¿Qué puede hacer la comunidad internacional ante esta tiranía sin par? ¿Es mejor que ellos sean "liberados" como Afganistán e Irak, bajo las botas de un imperio arrogante e insaciable? Después de tantos años de aislamiento absoluto, el tiempo parece congelado en su interior. No conozco otro lugar en el mundo siquiera parecido. ¿Servirá esto como atractivo turístico, si alguna vez Corea se reunifica y su pueblo dividido se estrecha otra vez en un abrazo fraterno? 

  FUENTE http://archivo.lavoz.com.ar/Nota.asp?nota_id=582020&high=Pablo%20Sigismondi

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